lunes, 11 de abril de 2016

El otro día, hablando con alguien que ha aparecido hace relativamente poco en mi vida pero que he descubierto que es de esas personas con las que merece secarse la boca hablando, sólo conversando sobre cualquier tema, me dí cuenta de algo. Entre anécdotas y opiniones, le dije que yo siempre era la última en abandonar el barco. Yo era ese militar que agota el cargador antes de darse por vencido, ese árbol que no acepta el otoño hasta que no se le ha caído la última hoja, ese músico que toca con la única cuerda de su guitarra que queda tensa antes de parar la canción. Yo nunca me iba. Aguantaba todo lo que me echasen, aguantaba decepciones, desplantes, mentiras, dolor... y siempre, siempre terminaba dando otra oportunidad. Era esa idiota que aún pensaba que el resto darían por ella lo que ella daría por el resto. Y nunca era así. 
Lo hacía porque tenía miedo. Pensaba, en mi absoluto miedo a estar sola, que tener un amigo que te hace daño era mejor que  no tener ningún amigo. A veces se disculpaban, otras era yo la que les hacía ese trabajo. Porque me acojonaba pensar que si yo no les perdonaba, ellos no harían el esfuerzo de intentarlo. Se irían, y yo no soportaba que la gente se fuera de mi lado. En esa época me costaba muchísimo abrirme a los demás, y cuando lo hacía, esa persona se convertía en alguien importante para mí. Aunque no se diese cuenta, aunque para él o ella lo que sabía de mí no era demasiado trascendente, sólo el hecho de haberle puesto en las manos la posibilidad de herirme sabiéndolo, para mí era un gran paso. 
Pero ya no es así. Porque he aprendido que las cosas no tienen por qué ser para siempre. Que hay amistades que duran dos cervezas, y que ese efímero tiempo es exactamente lo que tiene que durar. Alargarlo más, quizá te dé resaca. Y cuando se termina, simplemente tienes que aceptarlo y quedarte con lo mejor que esa relación te haya dado. 
A las personas hay que dejarlas ir, y eso me incluye a mí misma. Esto lo aprendí cuando me dí cuenta de que alguien que yo tenía por importante para mí se había olvidado del día de mi cumpleaños. En cualquier otra época le habría exculpado, habría dicho "está ocupada", o algo así. Pero no lo hice. Yo me merecía esa felicitación, aunque fuese insulsa y virtual. Aunque fuese sólo por "lo que hemos sido".  Pero no llegó. Y aprendí. 
Desde entonces veo las cosas de otro modo: cuando conozco a alguien, cuando una persona entra en mi vida, sé que le doy la oportunidad de hacerme daño. Sé que en un punto del camino será capaz de destruirme con sus palabras, o con sus actos. Pero es un riesgo asumible. Y si por casualidad no lo hace, lo que es seguro es que en algún momento nuestros caminos se separaran. La gente cambia, se distancia. ¿Y qué haré entonces yo? Hace años, intentar con todas mis fuerzas seguir cerca, primero por no tener que abrirme con una nueva persona y segundo, para que no terminen de irse. Ahora es distinto. Ahora seguiré mi camino, mío, en singular. Y así, si a los seis meses, un año, me preguntan por esa persona que en este supuesto dejo atrás, ya no tendré que acordarme de los desplantes, del dolor, de la sensación de abandono... Y los buenos recuerdos no se verán difuminados.